Avance de 'Armado y peligroso'
PREFACIO
noviembre de 1990
“La policÃa llama al pueblo a brindar ayuda para localizar al señor Ronnie Kasrils y a otros tres miembros del Congreso Nacional Africano [ANC] y el Partido Comunista de Sudáfrica [PC]”. Acababa de sintonizar el telediario sudafricano y me encontraba con una fotografÃa de mà mismo. “Se busca a los cuatro en relación con la Operación Vula, el plan para derrocar al gobierno por la fuerza. También se les busca por la presunta importación ilegal de armas, municiones y explosivos”. Después de dar detalles de los hombres, edades y alias de los cuatro fugitivos e indicar que se ofrecÃa una recompensa indeterminada por nuestra captura, el locutor terminó con una advertencia policial: “Kasrils y sus acompañantes están armados y son extremadamente peligrosos”.
Si iba armado, era solo para protegerme y quien me consideraba peligroso era un gobierno que habÃa practicado el apartheid durante más de 40 años. Para mi era un honor. Era noviembre de 1990 y no era la primera vez en mi vida que la policÃa de seguridad de Sudáfrica habÃa colocado carteles de “Se busca” intentando capturarme.
Para sobrevivir a las difÃciles e incluso peligrosas condiciones del proceso de transición del paÃs, debÃa hacer uso de toda la habilidad que habÃa adquirido en treinta años de actividad clandestina. El ANC y el PC de Sudáfrica habÃan sido legalizados en febrero de 1990. Casi toda nuestra dirección funcionaba legalmente, con lo que se daba inicio al delicado proceso de negociación con el gobierno del momento. Me encontraba en tierra de nadie, atrapado en un punto de giro de la historia, entre dos eras bien diferenciadas.
PRÓLOGO
Mirando por encima del hombro
principios de 1990 – Regreso a Sudáfrica
A finales de 1989, abordé un vuelo internacional en un concurrido aeropuerto del Mediterraneo con destino a Johannesburgo. Después de 27 años de exilio, más de la mitad de mi vida, regresaba a mi hogar.
TenÃa poco más de 50 años, pero parecÃa mayor. No es que los años me hubieran tratado mal: lo que me envejecÃa era mi disfraz. ParecÃa un hombre de negocios, posiblemente griego o italiano, con el pelo teñido de negro, un traje bien cortado y el maletÃn reglamentario. Al envejecer habÃa ganado peso hasta casi alcanzar los 90 kilos, pero, lamentablemente, con bastante menos de 1,80 metros de estatura. TenÃa los cabellos ralos en la parte superior de la cabeza y habÃa acentuado el proceso de calvicie afeitándome bastante las entradas. Me habÃa dejado bigote y adelgazado mis inconfundibles cejas.
El consejo de despedida de Eleanor, cuando dejé mi personalidad normal en el aeropuerto londinense de Heathrow en el primer tramo del viaje, habÃa sido: “Debes restar rapidez a tus movimientos una vez que hayas cambiado de identidad. En la próxima escala tienes que convertirte en una persona de 60 años… recuérdalo”.
Mi esposa, Eleanor, habÃa estado viviendo en Londres con nuestros dos hijos mientras yo trabajaba para el ANC desde su cuartel general de Lusaka. Como también tenÃa experiencia en la actividad clandestina, conocÃa los riesgos que estaba a punto de correr. Nos dimos un breve abrazo, pues no deseábamos atraer la atención en público. No sabÃamos cuando volverÃamos a vernos y ambos tratabamos de ocultar la ansiedad.
Mi viaje habÃa tenido su origen varios meses antes, en la pequeña oficina de Oliver Tambo –entonces presidente del ANC– en Lusaka. La oficina central de la organización estaba ubicada en un exiguo edificio de una sola planta en el centro de la capital de Zambia. Tambo estaba sentado en un escritorio grande, con papeles y expedientes ordenadamente apilados. La oficina estaba llena de fotografÃas, certificados y recuerdos que habÃa recibido en sus viajes por todo el mundo en el transcurso de tres decadas.
Tambo hacÃa cambios en un documento. Cuando escriba o escuchaba, su concentración era impresionante. Esta me permitió observar, sin faltarle el respeto, todas sus caracterÃsticas familiares, sus patillas grises y peculiar bigote. TenÃa marcadas en las mejillas lÃneas verticales idénticas, una tradición del clan mpondo, que se hacÃa en la piel en la infancia y se decÃa conferÃan fuerza a la persona. Tambo era ascético; su estilo de vida era frugal y la camisa tÃpica que llevaba era su única concesión al rebuscamiento.
Levantó la vista y me saludó con calidez, casi paternalmente. Nos dimos la mano e intercambiamos cumplidos. Pensé que me habÃa llamado para preguntarme cómo marchaba un documento que estaba preparando para él. Comencé a actualizarlo.
–No, no se trata de eso –dijo en su voz calma. Sus ojos se movÃan nerviosamente, un manierismo muy particular cuando tenÃa algo apremiante en mente y buscaba las palabras. Después de una larga pausa, movió el dedo por la habitación, dando a entender que pudieran estar oyéndonos, como siempre hacÃa si la conversación iba a ser delicada.
En una hoja de papel escribió: “Operación Vula” y me miró. Luego: “Grupo de dirección clandestina en CASA”. Subrayó CASA varias veces. Vula significa “abierto” en zulú y es una abreviatura de vulindlela o “abrir el camino”, que era el nombre completo del proyecto.
Dando golpecitos en el papel, continuó en voz alta: “Hay un grupo en el lugar, trabajando bien. Los mensajes que recibimos de…” y escribió Mandela (que seguÃa en la cárcel) “nos llegan por sus lÃneas de comunicación”. Levantó la vista: “Te están reclamando”.
HabÃa esperado ese momento. Llevábamos años trabajando para fortalecer nuestras estructuras clandestinas e iniciar la lucha armada contra un adversario eficiente y poderoso. Muchas veces comentamos que carecÃamos de altos dirigentes dentro del paÃs, capaces de adoptar decisiones en el lugar y de vincularse con el incipiente movimiento de masas. Aunque surgÃa la posibilidad de negociar con el gobierno de Pretoria, las expectativas de avance solÃan ser inciertas y el ANC seguÃa prohibido. Con el aumento de la protesta popular, la mayorÃa de los nuestros afirmaba que una dirección clandestina era más necesaria que en cualquier otro momento anterior.
Tambo deseaba darme tiempo para pensar, pero insistà en que estaba listo. Sin embargo, tuve que aceptar que debÃa liquidar mis proyectos en curso. A Tambo le encantó mi respuesta y me abrazó con calidez. Fue un momento inolvidable.
No mucho después sufrió un derrame cerebral grave después de una gira agotadora por varios Estados africanos. HabÃa estado informando a los gobiernos sobre las posibles negociaciones y las condiciones previas que el régimen de Pretoria debÃa satisfacer.
Yo habÃa volado de Heathrow al continente europeo, me habÃa reunido con amigos en un lugar seguro y, con asistencia de ellos, me habÃa sometido a un cambio de apariencia. De refugiado sudafricano con un documento de apátrida de las Naciones Unidas emitido por la Oficina de Exterioriores de Gran Bretaña pasaba a ser un respetable hombre de negocios con pasaporte de un paÃs de la Comunidad Europea.
Hasta hoy, quienes me ayudaron prefieren permanecer en el anonimato. Desde las sombras me observaron abrirme paso por el control de pasaportes.
Al fin el avión despegó. Era un vuelo directo. DebÃamos aterrizar en el aeropuerto Jan Smuts de Johannesburgo temprano la mañana siguiente. Me recosté en el asiento, reconfortado por el sonido del avión y la cháchara de los pasajeros. Logré un descanso nocturno razonable y guardé dos botellitas de whisky, cortesÃa de una solÃcita azafata, para consumirlas la mañana siguiente. No pretendo tener nervios de acero y hacÃa mucho habÃa descubierto que, sin exagerar, cien gramos de alcohol me caÃan bien en circunstancias especiales. Mi inminente llegada al aeropuerto Jan Smuts era sin duda una de esas.
“Sto gramme vodka” (cien gramos de vodka) era la receta que seguÃan los rusos media hora antes de la batalla. Algunos decÃan que ese era el secreto de su victoria sobre Hitler. Mis amigos rusos siempre eran muy precisos con la receta: tenÃan que ser cien gramos tomados exactamente media hora antes.
Johannesburgo y los vertederos de las minas de Witwatersrand –la zona minera al este y oeste de Johannesburgo– parecÃan irreales al alzarse del paisaje plano del alto veld cuando descendimos del cielo claro. El problema fue que me habÃa equivocado al calcular la hora de llegada. En lugar de ingerirlo de la forma civilizada, estrictamente media hora antes de llegar, tuve que tomarme el whisky de un trago en el último momento.
Al desembarcar me sentÃa tenso y eufórico al mismo tiempo, como si estuviese a punto de aparecer en escena ante el público. No dejaba de pensar en cuáles serÃan mis primeras palabras al funcionario de pasaportes. Recordé que debÃa moverme con lentitud, como me habÃa instruido Eleanor y, con bastante alivio, vi que me estampaban el pasaporte sin hacer preguntas.
               –Welkom in Seth Efrika –dijo la funcionaria, sonriendo con dulzura bajo su elaborado peinado.
Tomé mi equipaje, lo coloqué en un carro y atravesé la aduana. Me detuvo un funcionario de aduanas. Era tan joven que pensé que este debÃa de ser su primer dÃa de trabajo. Señaló hacia mi portafolios y me preguntó qué contenÃa.
–Solo papeles y revistas.
Examinó con cuidado el contenido, una mezcla de publicaciones comerciales y turÃsticas. Lo que más me preocupaba era si esta era una comprobación de rutina o si a ella seguirÃa un registro riguroso. Razonaba que si solo estaban comprobándome, sin duda no utilizarÃan a un chico tan poco experimentado. Fue en ese momento, con el pecho apretado mientras intentaba fingir indiferencia, que deseé haber saltado la valla de la frontera. Al fin, satisfecho de que no estaba entrando material prohibido –supuse que probablemente esperaba encontrar algún número de Playboy–, me permitió seguir.
Pronto estuve en un taxi, radiante de excitación, pero mirando por la ventanilla trasera en busca de cualquier indicio de que me estuvieran siguiendo. Al entrar en la ciudad desde el aeropuerto por el concurrido sistema de autopistas, el horizonte se adecuaba a mi optimista estado de ánimo. A lo lejos se veÃa la falange de torres de cristal y hormigón del centro de Johannesburgo, enmarcado por crestas rocosas, koppies (lomas) y vertederos de minas, que parecÃan dunas de arena a la luz del sol. Con sensación de triunfo, reconocà el koppie de Yeoville, donde jugaba de niño. La velocidad del tráfico, los automóviles deportivos, los intercambios vertiginosos, los gigantescos cables eléctricos y edificios impresionantes que pasaban como un bólido eran Ãndice del desarrollo que se habÃa producido.
En mi hotel de las afueras encontré un teléfono público. Llamé a un número en Londres e informé de mi llegada segura a un contestador automático. De Londres se llamarÃa a mis contactos clandestinos en Johannesburgo. Esto darÃa origen a una cita para el dÃa siguiente. Mientras tanto, tenÃa que estar lo más seguro posible de que no me seguÃan. Y la mejor forma de hacerlo era emprender una larga caminata. MatarÃa dos pájaros de un tiro e irÃa a Yeoville, donde jugaba de niño, una zona que deseaba volver a ver.
Después de un descanso y de vestirme con ropa más informal, tomé un taxi. Lejos del sistema de autopistas, muchas de las partes menos modernas de Johannesburgo apenas habÃan cambiado. La superestructura de la estrecha calle principal de Yeoville, Rockey, era casi la misma. Las lÃneas de tranvÃa habÃan desaparecido, pero no las piscinas municipales. El terreno deportivo cercano se habÃa convertido en un parque; parte del muro que lo rodeaba seguÃa en pie. Ese muro habÃa llevado escrita durante años una consigna: “Un ataque al comunismo es un ataque a ti mismo”.
Descendà en el parque y pagué el taxi. El arte de la contravigilancia es no mirar nunca por encima del hombro. Tiene uno que buscar situaciones que le permitan echar una mirada natural, como detener a alguien y preguntar: “¿Pudiera decirme cómo llegar a la calle Rockey?”.