Belén Gopegui, en torno a Mamadú...

Conferencia de presentación de Mamadú va a morir

 

¿Cuántos de los lectores de este libro seremos capaces de organizarnos políticamente para que Europa deje de ser un repugnante cementerio marino?

La mayoría de los libros hablan de cosas que la presidenta del Círculo Mediterráneo, Carmen Romero, sabe y de cosas que no sabe. A menudo es más fácil invitar a la lectura de un libro a partir de aquellas cosas que el libro contiene y pocos saben. Cuando nos cruzamos en la calle o en el metro con alguien que podría ser un emigrante de África, no solemos conocer su travesía, vagamente hemos oído hablar de camiones o de barcos y de cruzar una frontera en la oscuridad. Hemos leído libros de aventuras sobre viajes difíciles, A través del desierto y de la jungla o El enamorado de la Osa Mayor. Pero, como bien dice Santiago Alba en el prólogo a esta edición, ustedes y yo y la presidenta del Círculo Mediterráneo solemos preferir emocionarnos con el colonialismo y la literatura de viajes, en vez de hacerlo con las peripecias de estos aventureros contemporáneos capaces de recorrer varias veces el continente africano, escapar de prisiones, sobrevivir al desierto y combatir el oleaje. Desconocemos sus aventuras hasta que terminamos de leer Mamadú va a morir; entonces la cabeza se nos llena de otras historias que no son las de la literatura.

Por ejemplo: en una aldea perdida, entre calles de tierra y apenas dos tiendas, hay un punto de internet. A través de ese punto llega la estúpida Europa, la inútil Europa que se prostituye en las pantallas del mundo con el Real Madrid y los grupos que cantan y los anuncios cursis de las multinacionales. Un joven de diecisiete años mira la pantalla, luego mira su pueblo del desierto y quiere llegar a la Europa prohibida. Nunca le darán un visado que le permita llegar en avión por doscientos euros; deberá gastar más de cinco mil para comprar documentos falsos y corromper a la policía, deberá recorrer cientos de kilómetros y acabar hacinado en pisos y en contenedores. Por fin, si aún no ha muerto, con muchísima suerte logrará que le dejen jugarse el vida en un barco de cristal conducido por alguien como él, alguien que jamás ha estado en el mar, porque la limpia Europa para no mancharse las manos mete en la cárcel a los pilotos de esos barcos, y ahora ya nos los llevan pilotos sino muchachos de diecisiete años que están allí no porque sepan maniobrar entre las olas sino porque vieron al Barça en internet. Ese muchacho se morirá ahogado junto con la mayoría de quienes viajaban en el barco, mientras en Europa se componen himnos y se pintan cúpulas y se coproducen proyectos cinematográficos sobre clásicos del siglo diecisiete.

Si la presidenta del Círculo Mediterráneo leyese Mamadú va a morir, puede que supiera cosas que antes no sabía, y que hasta imaginase cómo sería una sociedad donde este libro fuera una lectura recomendada pero no en los colegios sino en las Escuelas de la Policía, el Ejército y la Guardia Civil. Como Carmen Romero tiene contactos, quizá consiguiese que en una sesión parlamentaria alguien preguntara al ministro del Interior por qué no habla con Gabriele del Grande, y por qué no permite que se grabe su conversación sólo para que pueda recordarla cada vez que tome una medida que comportará sufrimiento ajeno.

Son muchas las cosas que la presidenta del Círculo Mediterráneo quizá no sepa y que podría saber al terminar la lectura de este libro. Pero a mí me han pedido que hable de él y la verdad es que hacerlo sólo tiene sentido si logro contestar a la pregunta sobre lo que Carmen Romero y ustedes y yo sí sabíamos antes de empezar a leerlo. Sabíamos que el Mediterráneo es una fosa común, que los emigrantes mueren en el desierto como perros, sabíamos que nuestra casa y nuestra calefacción y los anuncios cursis de las multinacionales están construidos con el dolor concreto de personas que no pueden beber aunque tengan sed, que ven a su hijo llorar y no pueden hacer nada para calmarle. Eso, lo sabíamos. No conocíamos los detalles. Ni los nombres. Gabriele del Grande nos ha dado los nombres porque, a pesar de todo, no es lo mismo la muerte de los emigrantes en general que la de Aziz, el padre de Hassán, el hermano de Salima.

Y para qué sirve un libro sobre lo que sabemos. Para qué sirve la rabia, para qué la narración, para qué sirven los detalles. Claro, podríamos responder citando una parte de aquel poema de Brecht, Refugio nocturno: “(…) Con eso no cambia el mundo/ no mejoran con eso las relaciones entre los seres humanos/ no es ésa la forma de acortar la era de la explotación./ Pero algunos hombres tienen cama por una noche/ se les abriga del viento durante toda una noche/ y la nieve a ellos destinada cae en la calle”. La cuestión es que una cosa son los actos y otra, los libros. Si dijéramos: “Hoy di agua a un hombre que llevaba tres días sin beber y sé que así no se acorta la era de la explotación”, no tendríamos que explicar más. Pero un libro, ¿qué hace? ¿qué relación hay entre el conocimiento detallado, con nombres, y los actos? ¿Cuántos de los lectores de este libro seremos capaces de organizarnos políticamente para que Europa deje de ser un repugnante cementerio marino? Tal vez necesitemos una estadística. Les diré la mía: si en esta sala estamos cien personas, diré que dos. Dos de las cien personas de esta sala se irán cargando de electricidad al leer el libro, será como un calambre insoportable y llegará un momento en que simplemente decidan que no puede ser. Que hay emigrantes que mueren en México o en la India pero que los barcos hundidos en el Mediterráneo son nuestra responsabilidad.

Dos personas aquí, y otras dos en cada presentación que haga Gabriele del Grande, porque él también se cargó de electricidad un día, y otras treinta de las quizá tres mil que lean el libro traducido al español, son muchas. Cuarenta y seis personas organizadas pueden conseguir lo que no lograrían cincuenta cúpulas, ni cien correos electrónicos, ni quinientas obras de caridad.

Termino ya con un apunte de crítica literaria. El libro de Grande pertenece al género del reportaje narrativo, reporta lo que ocurre pero lo está narrando, porque no sólo cuenta como quien enumera sino como quien es muy capaz de relatar y, al hacerlo, arañar un poco de sentido. Precisamente por eso Grande ha sabido darse cuenta del mayor defecto de su relato y nos lo ha dicho: “Normalmente, de las tragedias se escribe en pasado porque siempre se trata de las tragedias de los otros. Y esa distancia temporal es la que consiente la audacia de preguntarse cómo es posible que una cosa así haya podido suceder”. El mayor defecto de su libro, afirma Gabriele del Grande, es estar escrito en presente. Le agradecemos su clarividencia y también su cortesía pues el defecto no es, en absoluto, de su libro sino de nuestros secretos, de nuestras ambiciones, de nuestro ministro del Interior, de nuestro Parlamento Europeo, de nuestro, es un decir, Círculo Mediterráneo. Tiene la palabra Gabriele del Grande.

La mayoría de los libros hablan de cosas que la presidenta del Círculo Mediterráneo, Carmen Romero, sabe y de cosas que no sabe. A menudo es más fácil invitar a la lectura de un libro a partir de aquellas cosas que el libro contiene y pocos saben. Cuando nos cruzamos en la calle o en el metro con alguien que podría ser un emigrante de África, no solemos conocer su travesía, vagamente hemos oído hablar de camiones o de barcos y de cruzar una frontera en la oscuridad. Hemos leído libros de aventuras sobre viajes difíciles, A través del desierto y de la jungla o El enamorado de la Osa Mayor. Pero, como bien dice Santiago Alba en el prólogo a esta edición, ustedes y yo y la presidenta del Círculo Mediterráneo solemos preferir emocionarnos con el colonialismo y la literatura de viajes, en vez de hacerlo con las peripecias de estos aventureros contemporáneos capaces de recorrer varias veces el continente africano, escapar de prisiones, sobrevivir al desierto y combatir el oleaje. Desconocemos sus aventuras hasta que terminamos de leer Mamadú va a morir; entonces la cabeza se nos llena de otras historias que no son las de la literatura.

Por ejemplo: en una aldea perdida, entre calles de tierra y apenas dos tiendas, hay un punto de internet. A través de ese punto llega la estúpida Europa, la inútil Europa que se prostituye en las pantallas del mundo con el Real Madrid y los grupos que cantan y los anuncios cursis de las multinacionales. Un joven de diecisiete años mira la pantalla, luego mira su pueblo del desierto y quiere llegar a la Europa prohibida. Nunca le darán un visado que le permita llegar en avión por doscientos euros; deberá gastar más de cinco mil para comprar documentos falsos y corromper a la policía, deberá recorrer cientos de kilómetros y acabar hacinado en pisos y en contenedores. Por fin, si aún no ha muerto, con muchísima suerte logrará que le dejen jugarse el vida en un barco de cristal conducido por alguien como él, alguien que jamás ha estado en el mar, porque la limpia Europa para no mancharse las manos mete en la cárcel a los pilotos de esos barcos, y ahora ya nos los llevan pilotos sino muchachos de diecisiete años que están allí no porque sepan maniobrar entre las olas sino porque vieron al Barça en internet. Ese muchacho se morirá ahogado junto con la mayoría de quienes viajaban en el barco, mientras en Europa se componen himnos y se pintan cúpulas y se coproducen proyectos cinematográficos sobre clásicos del siglo diecisiete.

Si la presidenta del Círculo Mediterráneo leyese Mamadú va a morir, puede que supiera cosas que antes no sabía, y que hasta imaginase cómo sería una sociedad donde este libro fuera una lectura recomendada pero no en los colegios sino en las Escuelas de la Policía, el Ejército y la Guardia Civil. Como Carmen Romero tiene contactos, quizá consiguiese que en una sesión parlamentaria alguien preguntara al ministro del Interior por qué no habla con Gabriele del Grande, y por qué no permite que se grabe su conversación sólo para que pueda recordarla cada vez que tome una medida que comportará sufrimiento ajeno.

Son muchas las cosas que la presidenta del Círculo Mediterráneo quizá no sepa y que podría saber al terminar la lectura de este libro. Pero a mí me han pedido que hable de él y la verdad es que hacerlo sólo tiene sentido si logro contestar a la pregunta sobre lo que Carmen Romero y ustedes y yo sí sabíamos antes de empezar a leerlo. Sabíamos que el Mediterráneo es una fosa común, que los emigrantes mueren en el desierto como perros, sabíamos que nuestra casa y nuestra calefacción y los anuncios cursis de las multinacionales están construidos con el dolor concreto de personas que no pueden beber aunque tengan sed, que ven a su hijo llorar y no pueden hacer nada para calmarle. Eso, lo sabíamos. No conocíamos los detalles. Ni los nombres. Gabriele del Grande nos ha dado los nombres porque, a pesar de todo, no es lo mismo la muerte de los emigrantes en general que la de Aziz, el padre de Hassán, el hermano de Salima.

Y para qué sirve un libro sobre lo que sabemos. Para qué sirve la rabia, para qué la narración, para qué sirven los detalles. Claro, podríamos responder citando una parte de aquel poema de Brecht, Refugio nocturno: “(…) Con eso no cambia el mundo/ no mejoran con eso las relaciones entre los seres humanos/ no es ésa la forma de acortar la era de la explotación./ Pero algunos hombres tienen cama por una noche/ se les abriga del viento durante toda una noche/ y la nieve a ellos destinada cae en la calle”. La cuestión es que una cosa son los actos y otra, los libros. Si dijéramos: “Hoy di agua a un hombre que llevaba tres días sin beber y sé que así no se acorta la era de la explotación”, no tendríamos que explicar más. Pero un libro, ¿qué hace? ¿qué relación hay entre el conocimiento detallado, con nombres, y los actos? ¿Cuántos de los lectores de este libro seremos capaces de organizarnos políticamente para que Europa deje de ser un repugnante cementerio marino? Tal vez necesitemos una estadística. Les diré la mía: si en esta sala estamos cien personas, diré que dos. Dos de las cien personas de esta sala se irán cargando de electricidad al leer el libro, será como un calambre insoportable y llegará un momento en que simplemente decidan que no puede ser. Que hay emigrantes que mueren en México o en la India pero que los barcos hundidos en el Mediterráneo son nuestra responsabilidad.

Dos personas aquí, y otras dos en cada presentación que haga Gabriele del Grande, porque él también se cargó de electricidad un día, y otras treinta de las quizá tres mil que lean el libro traducido al español, son muchas. Cuarenta y seis personas organizadas pueden conseguir lo que no lograrían cincuenta cúpulas, ni cien correos electrónicos, ni quinientas obras de caridad.

Termino ya con un apunte de crítica literaria. El libro de Grande pertenece al género del reportaje narrativo, reporta lo que ocurre pero lo está narrando, porque no sólo cuenta como quien enumera sino como quien es muy capaz de relatar y, al hacerlo, arañar un poco de sentido. Precisamente por eso Grande ha sabido darse cuenta del mayor defecto de su relato y nos lo ha dicho: “Normalmente, de las tragedias se escribe en pasado porque siempre se trata de las tragedias de los otros. Y esa distancia temporal es la que consiente la audacia de preguntarse cómo es posible que una cosa así haya podido suceder”. El mayor defecto de su libro, afirma Gabriele del Grande, es estar escrito en presente. Le agradecemos su clarividencia y también su cortesía pues el defecto no es, en absoluto, de su libro sino de nuestros secretos, de nuestras ambiciones, de nuestro ministro del Interior, de nuestro Parlamento Europeo, de nuestro, es un decir, Círculo Mediterráneo. Tiene la palabra Gabriele del Grande.

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