La novia de Aquiles (fragmento)
Subo al tren con el policía. Kifisiá-Atenas, veinte minutos de trayecto. Un viaje interminable. Sabía que me cogerían.
— Mi novia también se llama Dafni —dice el policía mirando mi carné de identidad—. Una chica tan joven, ¿por qué te metes en líos? ¿Tienes novio?
No contesto. Hago un gesto neutro. Aún tengo mi viejo carné de identidad. No lo cambié cuando me casé con Aquiles. ¡Me he casado! Imagínate: una chica casándose con falda y jersey, sin las típicas peladillas ni flores, sin invitados ni cama nupcial. Aquiles se va ese mismo día. De guerrillero a la montaña. ¡De guerrillero! Si ya no había guerra, ni ocupación, ¡De guerrillero! Cuando en todas partes comenzaba una nueva vida. «Dentro de un año habremos entrado en Atenas», decía con voz segura. «Lo ha dicho Aquiles». «Quédate esta noche», le suplicaba. No era posible, porque todo había sido organizado al milímetro, desde el primer enlace hasta el segundo… Sin embargo, yo deseaba con todas mis fuerzas una cama nupcial. Una gran cama de matrimonio con abrazaderas de hierro para poner la mosquitera, como la que teníamos en casa de mi abuelo en la isla, con colchas blancas de croché y grandes almohadones. Quiero una cama nupcial, sin prisas entre un encuentro y otro, sin miedos, toda una noche, mi noche, la que nunca tendré. Despertarme y ver junto a mí en la almohada las cejas frondosas de color castaño claro de Aquiles y, afuera, ni alemanes, ni chivatos, ni morteros, ni balas. Nunca he pasado toda una noche con un hombre. Es decir, con Aquiles; porque otro hombre no hay ni habrá nunca, por mucho tiempo que pase.
Hace cincuenta y un días que ha terminado la guerra; los cincuenta y un días que duró la liberación nacional. Durante cincuenta noches tuve la esperanza de pasar una entera con Aquiles. «Viviremos juntos solo cuando nos casemos». Lo había dicho Aquiles. Nina vive con Panos en una pequeña habitación y no le importa pregonarlo. Hasta parece que lo hace aposta y por eso siempre encuentra la oportunidad de decir algo para que todos sepamos que duerme con él: «¡Qué susto me llevé ayer por la noche. Me desperté y no vi a Panos al lado!». En realidad la envidio. Algunas veces pienso que me pasaré la eternidad siendo la novia de Aquiles y que me pasaré toda la vida acostándome con él precipitadamente entre reunión y reunión o entre trabajo y trabajo. Siempre en cama ajena; si no está Lisa, en su casa, o en la habitación de Nina. «¿Ha estado bien?», pregunta Nina, cuando le devuelvo la llave. Puede que me dé vergüenza responder o puede que no me guste aquel momento en concreto, pero si durmiéramos juntos toda la noche, estoy segura de que me gustaría. Pasé treinta y tres noches a su lado, mientras duraron las batallas de diciembre, después de la liberación nacional. Una nueva guerra, esta vez con los ingleses. Treinta y tres noches por los suelos y vestidos. Con una mano me tenía cogida a mí y con la otra el fusil. «Echaremos a los ingleses, te lo prometo, y viviremos juntos». Lo ha dicho Aquiles. Con sus cejas castañas chamuscadas, estaba al frente del batallón Lord Byron. Las chicas me envidian. La novia de Aquiles, el que no tiene miedo en las batallas. Solo teme llevarme por la noche a la habitación de al lado donde guardamos las armas y la munición. Por supuesto no teme a las armas; tiene miedo a los demás, al qué dirán; él debe dar ejemplo. Si quieren los demás que lo hagan… Dormíamos todos juntos con mantas en el suelo del aula más grande de un colegio. Apenas se rozaban nuestros dedos. «Viviremos juntos en cuanto echemos a los alemanes». Los habíamos echado ya. «Cuando terminen las batallas de diciembre». Se habían terminado ya. ¡Y ahora que podría pasar una noche en la cama con Aquiles, se tiene que ir de guerrillero a la montaña! «Te lo prometo, dentro de un año». Ahora, ni los alemanes ni los ingleses. Ahora el enemigo es mi hermano. «No puedes esconderte en mi casa o perdería mi puesto en el ministerio», Lisa intercede: «Tan solo una noche». «¿Y que pierda mi trabajo porque a estos dos les da la gana?». «¿Que nosotros queremos qué? ¿Que nos torturen y que nos maten? ¿Ir a la cárcel y que nos llevéis al paredón?». «Habéis cometido delitos, habéis cogido rehenes». ¡Son todo mentiras! Odio en los ojos de mi hermano, odio en mis ojos. Mi hermano mayor, el que me peinaba sin hacerme daño cuando Lisa no estaba. La hermana pequeña que le escribía poemas en su cumpleaños solo para él. Nosotros y Vosotros. Un muro de acero entre nosotros.
«Todo lo más dentro de un año», se despide Aquiles con voz segura. Dobla la esquina, y su figura se pierde. No derramo ni una lágrima, se me habían secado todas. Me quedé en una ciudad desconocida, en una Atenas extraña. Puertas sordas, ventanas mudas. «Vosotros que nos masacráis». «Vosotros que nos mandáis al paredón». «¡Cerradle las puertas a la novia del bandido!». Todas las puertas. Las verdes con timbres eléctricos, las grandes de madera con relucientes pomos de bronce. Incluso la pequeñita con el llamador de hierro en forma de mano del tío Costas, el hermano de mi madre. «Dentro de un año», lo ha dicho Aquiles.
Hace ahora un año que doy vueltas con un macuto y una muda limpia. Un año que duermo en casas ajenas. Cada día, un día menos. Han cogido a Nina, a Panos y a Evyenios. Eran diez negritos, y solo queda uno de todo el grupo, yo. Esto es lo peor, sin amigos. De vez en cuando veo a Lisa apresuradamente, para que me traiga algo de ropa y dinero. Dice que ha puesto en la estantería nada más entrar en el recibidor de casa una fotografía de mi padre con todas las medallas de la guerra; por si vuelvo a casa, y vienen a buscarme, que les eche para atrás el héroe muerto en Albania. Nada los detendrá porque ya no soy la hija del héroe, sino la novia del bandido. «¿Dónde te vas a quedar esta noche?», pregunta intranquila Lisa. «Tengo donde quedarme». No tengo ningún sitio. Ya ha atardecido, y aún no sé dónde pasaré esta noche. No sé a qué puerta llamar. «¿Me puedo quedar al menos una noche?». Llamé a la puerta de Ersi. Fue mi compañera de pupitre durante doce años. Los fines de semana los pasábamos juntas o en su casa o en la mía. Ella misma abrió la puerta y me retuvo en el descansillo. No me dijo tengo miedo, no me dijo que los suyos se opondrían. Solo me dijo «Vete, vete». No me fui inmediatamente, no sé por qué. «Vosotros que habéis cogido a nuestros niños para convertirlos en nuestro enemigo. Vosotros que nos habéis masacrado…». Me voy sin decirle: «vosotros que nos mandáis al paredón…». Me quedé un rato muda, delante de la puerta cerrada.
En primero de primaria, el primer día de clase, dos chiquillas asustadas se sientan juntas. Ersi y Dafni. Poco a poco, sin que nos diésemos cuenta, se fueron entrelazando nuestros dedos. Y así estuvimos doce años. No, no venía conmigo a escribir consignas en las paredes, pero ayudaba en el comedor escolar. En diciembre del 44 nos separaron fronteras infranqueables. Se puso del lado de los ingleses y los otros. Cuando me la encontré después, me habló de cubos llenos de ojos. Me dije que era porque estaba asustada y que se le pasaría. Ahora, odio en los ojos de Ersi; odio en mi propia alma. Ahora el enemigo es Dafni, el enemigo ahora es Ersi.
Llueve. Es una de esas tormentas típicas de Atenas. Camino por el medio de la calle y no me planteo correr, refugiarme bajo algún techo. La lluvia me da seguridad. Nadie vendrá a detenerme con semejante tormenta. No me mojo. Llevo un chubasquero amarillo brillante. «Un chubasquero de lo más apropiado para la clandestinidad, se te distingue a dos kilómetros de distancia», me dijo Panos la primera vez que me lo puse. Sin embargo, tengo los pies empapados, y me chorrea el pelo. Bajo por Didotu, la calle está desierta ¿Quién iba a estar tan loco para pasear bajo semejante lluvia, aparte de una muchacha con un indiscreto chubasquero amarillo y una muda limpia en el bolso de tela? Iré a Kifisiá, a casa del tío Costas. Tan solo tengo que caminar dos horas bajo la lluvia, hasta que oscurezca. Aunque el tío Costas tenga miedo, puede que me deje quedarme al menos esta noche. Le daré pena cuando me presente así de empapada. Por la noche, mientras duerma, él velará para escuchar con atención si llaman a la puerta. ¡Dos horas bajo la lluvia! Un coche baja por la calle chapoteando en los charcos. Es un taxi, frena junto a mí, y me asusto. Una mano me arrastra hacia adentro, una mano cálida y robusta. «No tengas miedo, no me siguen, lo he comprobado», me susurra alguien. Es Serguéi. Nos lo presentó un día Panos en una fiesta de la asociación greco-soviética. «Os he traído a un ruso de carne y hueso para que veáis cómo es». Después de diciembre del 44, antes de que empezasen de nuevo las detenciones y la clandestinidad, no dábamos abasto con tanta fiesta. Era una velada dedicada a los poetas soviéticos. Serguéi, periodista de Izvestia, vivía desde hacía un año en Grecia. Sabía griego mejor que nosotros, como decía Panos en tono burlón. No era que amáramos y admiráramos todo lo proveniente de la Unión Soviética, sino que era imposible no querer a Serguéi nada más conocerlo. Siempre te miraba a los ojos, muy profundamente. A mí me quería especialmente. «Me recuerdas a Olia». «¿Qué Olia?». «Una chica que murió de hambre en la guerra en Leningrado». Serguéi no habla. Me da un gran pañuelo oscuro para que me seque la cara y el pelo que me chorrea. Cada poco gira la cabeza y mira hacia atrás. No nos sigue nadie. Baja hasta el final de la calle Ajarnón. Ante nosotros un café, La Bella Tinos. Serguéi me abraza, y entramos como si fuésemos una pareja que se quiere proteger de la tormenta. Estoy temblando. Pide té y coñac. Me echa dos vasitos de coñac en el agua descolorida que nos trajeron por té. Me quita el chubasquero y toma mis manos para calentarlas. Por muchas manos de hombre que toque en mi vida, nunca olvidaré el calor de las manos de Seryozha, como llamábamos cariñosamente a Serguéi. Me mira a los ojos. «Te reconocí desde lejos con ese chubasquero amarillo». Su mirada se torna intranquila. «¿Cómo estás?». Me sobrevino un sollozo sin lágrimas. «¿Le ha pasado algo a Aquiles?». Niego con la cabeza. «Panos…», voy a decir. Me para. «Sí, lo sé». «Fijaos qué perfecto han hecho a este Serguéi, para que creamos que todos los soviéticos son como él», bromeaba en otro tiempo Evyenios. Aquiles se enfadó por el chiste. «Todos los soviéticos son así», le reprendió. «¿Estás seguro?». Alguien recordó aquella frase años después, cuando expulsaron a Evyenios por segunda vez del partido. «¿Ahora qué haces?», pregunta Serguéi. Le susurro que Aquiles se ha ido, que ando de aquí para allá, y que cualquier día de estos me cogerán. «¡Ánimo, Dafni!», dice sin poder añadir nada más. Es peligroso que nos quedemos más tiempo, tenemos que irnos cada uno por su lado. No quiero moverme. Él se levanta primero, se quita el jersey y me lo da para que me lo ponga. Compra cinco chocolatinas de las que hay en la vitrina con el papel descolorido por el paso del tiempo y me las mete en la bolsa. Me abraza con fuerza. Salgo a la calle. La tormenta ha parado.
El coñac me ha hecho entrar en calor, y el gran jersey de Serguéi me envuelve en un cálido abrazo. Puede que el tío Costas me deje quedarme algunos días. No me dejó quedarme ni siquiera una noche. «Quédate a comer algo, báñate si quieres, pero a dormir no te quedas… ya me entiendes». Entiendo. Tras la puerta de cada casa hay un papel pegado: se prohíbe pernoctar a toda persona en cualquier lugar que no sea su residencia permanente. A continuación una relación del propietario especificando quiénes y cuántos viven en esa casa. En caso de ser sorprendido por una inspección sorpresa y no aparecer en la lista, la responsabilidad recae en el que hizo la relación. Por eso tiene sus motivos el tío Costas, que tiembla nada más verme. Me doy un baño, me cambio de muda y lavo la otra, la coloco a secar junto al brasero. No me quedo a comer, en cuanto seque la muda me voy. El tío Costas se pasea nervioso y mira intranquilo mi muda. La recojo medio mojada y le digo adiós. Me besa y tiembla. «Dile a Lisa que… no puedo… ¿lo entiendes?». Entiendo que… lo que quiere es que lo justifique ante Lisa.
Me iré a mi casa y que sea lo que tenga que ser. No hay otra solución al menos esta noche. Solo pensar en meterme en la gran cama de Lisa, donde me siento tan segura, me hace caminar más deprisa. Me quedaré remoloneando en la cama, mientras Lisa recoge la ropa que yo habré dejado tirada por todas partes en su ordenada habitación. Lo vi antes de llegar a la plaza de Kifisiá. Bajito y con un fino bigote. Me pide la documentación. Se la doy. A partir de ahí todo sucede muy rápido. Me lleva a la Gendarmería y allí me entregan a un guardia que me llevará a la Dirección de Seguridad Nacional de Atenas para ciertas comprobaciones. ¿Qué comprobaciones? Si lo sabe todo el mundo: soy la novia de Aquiles. De la boda no les habría dado tiempo de enterarse. A una maestra de pueblo la condenaron a tres penas de muerte porque le llevaba comida a su novio, que era un capitán, un bandido, como Aquiles, y la ejecutaron porque no quiso firmar la declaración y delatarlo.
Estoy con el guardia en el suburbano rumbo a Atenas. Los árboles pasan corriendo como si los persiguieran. Ha oscurecido y se distinguen sus siluetas. La ventanilla está medio bajada y huele a adelfas y a tierra mojada por la lluvia. La primera vez de Nina con Panos fue sobre tierra mojada en un bosquecito. «Fue maravilloso», le explicaba con su melódica voz. Llega la primavera. ¿Cuántas chicas se tumbarán con sus novios sobre la tierra mojada? Sin embargo, también están las otras chicas, las novias de los capitanes que caen sobre la tierra regada con sangre.
Ojalá no llegue nunca este tren a Atenas.