Lectura y Comunidad
Lectura y deseo de comunidad
Es interesante ver cómo en un momento de destrucción de la vida colectiva y de acoso a las personas como el que estamos viviendo, la lectura y quizás más aún la escritura, reaparece como una práctica que hace comunidad o, más bien, que organiza y articula comunidades muy concretas: grupos de lectura, bibliotecas populares, colecciones digitales, puntos de intercambio de libros, librerías pequeñas, especializadas y alternativas, proyectos editoriales independientes vinculados a grupos de aficionados a determinadas corrientes o prácticas literarias, blogs, plataformas, etc. Al mismo tiempo, en las instituciones tradicionales (escuelas, universidades, espacios familiares) cada vez se lee menos, o con mayor dificultad.
Esta efervescencia responde a un deseo de comunidad y de cooperación que se expresa hoy en muchos ámbitos de la vida: económico, cultural, alimentario, educativo, tecnológico… En este sentido, hay un fenómeno en estas comunidades de lectura-escritura que se da en continuidad con todos estos mundos y prácticas.
Pero más allá de esta constatación, la cuestión es: ¿en qué sentido puede hacer comunidad la lectura? Creo que la especificidad de la lectura es que hace comunidad desencajando toda comunidad. No es un juego de palabras: como intentaré explicar, la lectura es la experiencia de una desviación tanto del yo como del nosotros que amenaza la forma en que éstos funcionan socialmente.
Por un lado, la lectura expone el Yo a una experiencia de la soledad que no tiene nada que ver con el aislamiento del individuo, ya sea el del individuo-víctima, aislado en su fracaso, ya sea el del individuo triunfador, aislado en su éxito. La soledad del lector es una soledad buscada, plena y muy acompañada. Por eso, por otra parte, la lectura expone el nosotros a una experiencia de la complicidad que no depende de ninguna comunidad preexistente, identificable o representable. Leer es entrar, pues, en una soledad que inventa sus propios cómplices: autores, personajes, amigos, interlocutores, y que no puede dejar de hacerlo. Cada libro abre un mundo de afectos, dentro y fuera de él, de ideas que conectan con otros, etc, desencajando los mapas identitarios, políticos, afectivos, ideológicos, estéticos, lingüísticos …
Desde esta insólita relación entre soledad y complicidad, la experiencia de la lectura desplaza la dualidad individualismo – comunidad hacia la relación inseparable entre soledad y complicidad. Así, como veremos, nos permite pensar la potencia de unas comunidades indomables, no normalizables ni normativitzables y buscar estrategias concretas para combatir los múltiples esfuerzos que el poder siempre ha dedicado a neutralizar este potencial incontrolable de las comunidades de lectores.
Individualismo y comunidad
Individuo y comunidad son conceptos complementarios. El deseo de comunidad es la otra cara del individualismo. Siempre han ido juntos, desde el cristianismo hasta la formación de las sociedades modernas. La nostalgia de la comunidad (la comunidad como solución, resolución o reconciliación) es la idea de lo perdido o de aquello a recuperar que acompaña a los hijos de Dios, cada uno de ellos expuesto a la mirada del Padre, en su peregrinar por la vida terrena, y es también la que acompaña la errancia del individuo moderno.
Tengo la impresión de que hoy tendemos a reproducir este esquema, que estamos volviendo a mirar hacia una de las ficciones más antiguas de Occidente, la comunidad perdida, para encontrar una salvación: la salvación a través de la presencia y de la pertenencia, del organicismo y de la transparencia. Este esquema es una trampa que nos hace pasar de la crítica al individualismo a la entrega acrítica a la idea de comunidad (si el individuo es el problema, la comunidad es la solución, lo que el individuo sufre, la comunidad resolverá). Así, el verdadero problema queda tapado con una solución en falso que bloquea la crítica imprescindible a las formas como se ha encarnado política y culturalmente el ideal de comunidad a lo largo de nuestra historia no demasiado lejana, así como en nuestro presente.
Tanto la categoría de individuo, como su pareja, la de comunidad, cierran con respuestas política y socialmente codificadas la verdadera pregunta, que no es cómo ser comunidad sino “¿cómo queremos vivir juntos?”. ¿Cómo vivir juntos, de tal manera que este vivir sea digno y justo para todos? El reto es mantener abierta esta cuestión, no para recrearse en ella, sino para experimentar desde ella, para seguir viviendo, respirando y abriendo nuevas posibilidades de vida. Tengo el convencimiento de que la lectura es una de las prácticas que hace posible que esta cuestión se mantenga abierta y viva, no porque se escriba y se lea sobre el tema, lo que llega a muy pocos, sino porque la lectura misma es una práctica que rompe el código, que interfiere y sabotea tanto el individuo como la comunidad, en tanto que unidades de movilización, de representación y de identificación. ¿Quién soy yo cuando leo? ¿Quiénes somos nosotros cuando leemos? ¿Dónde estamos y en qué tiempo? ¿Con quién? La soledad y la complicidad de la lectura rompen los contornos reconocibles y por tanto controlables tanto del yo individual como del nosotros comunitario.
Lectores indomables
La lectura no es sólo el acceso a un conjunto de obras, contenidos y referencias. Pienso que sobre todo es un hábito, una gramática de gestos que de alguna manera le cambia el paso, o el compás, a la vida personal y colectiva. Estos hábitos se contagian, normalmente de manera irreversible, cuando un maestro que desatiende sus funciones institucionales pasa bajo mano un libro y le dice a un estudiante “toma, es para ti”, o cuando un amigo o un primo mayor te deja sus libros preferidos, o cuando vemos pasar a alguien que no sabemos por qué nos atrae en su manera de coger un libro entre las manos, sentarse en un banco o en un asiento del metro y torcer ligeramente la cabeza… A mí, esta reflexión sobre la lectura me lleva a la proximidad física de dos de los lectores que me han marcado y que me han contagiado su gramática de gestos más profundamente: mi abuela materna y mi abuelo paterno.
Mis propios gestos, mis propios hábitos, me han llevado a las interminables noches de mi abuela, que siempre dormía o leía, nunca lo sabíamos, con la luz encendida y un libro sobre el pecho. Era una muchacha muy joven cuando la guerra interrumpió sus estudios de arte y el franquismo le hizo 7 hijos. Autodidacta a partir de este momento, nunca dejó de leer, de todo, ni una sola noche, aún lo hace hoy con 90 y muchos años, pero mientras ejerció de madre de familia numerosa y con dificultades económicas, tuvo que hacerlo fuera de hora, fuera de la vista, en horas “fuera de servicio”, por decirlo de alguna manera. Me cuenta que de pequeña hacía lo mismo encerrándose en el water sin tener ninguna necesidad de ir, para que la dejaran leer tranquila el montón de hermanos que tenía, así que, cerca de ella, aprendí que la lectura tiene que ver con algún tipo de desviación respecto a los espacios visibles y respecto a las funciones de la vida social y familiar.
Mi abuelo paterno no usaba la invisibilidad de las noches, pero sí la invisibilidad, o el secreto, de su “despachito” privado. El despachito, así lo llamaba, no era el despacho donde ejercía de abogado ni ningún otro aposento familiar. Era una habitación oscura al fondo del pasillo, siempre cerrada, donde todos, especialmente los niños, teníamos prohibido entrar, aunque todos, imagino, lo intentamos a escondidas alguna vez … Era el lugar donde leía y escribía poesía y donde guardaba su biblioteca, la buena, que no enseñaba ni lucía. En este caso, su desviación lo era tanto respecto al espacio familiar como al profesional. Ni padre, ni marido, ni abogado… ¿quién era y con quién estaba lo que leía y escribía encerrado allí dentro?
Estamos intentando pensar la relación entre lectura y comunidad y yo os conduzco hacia las noches incansables de una madre de familia numerosa o al despachito secreto de un abogado-poeta de Barcelona… Dos gestos singulares, invisibles. Y es que en estas noches y en estos lugares secretos encuentro el sentido profundo de la lectura como interrupción que nos pone necesariamente “fuera de servicio” y en relación con “otras compañías” que no son las que nos sitúan y nos hacen funcionar socialmente. El lector, estando fuera “fuera de servicio”, ya no es sólo un individuo. Y las compañías que se busca ya no son ninguna comunidad reconocible. Por ello, la lectura es asocial. Como la comunidad de los amantes, que destruye la sociedad, como decía enigmáticamente M. Blanchot. Y a la vez, no deja de ser extremadamente colectiva.
Por eso la lectura es tan peligrosa. Reinventa la comunidad desencajándola, haciéndola irrepresentable, incontrolable, imposible de conducir y de monitorizar. Porque los lectores son aquellos que no tienen miedo de estar solos (por la noche o en una habitación oscura o en medio de la calle más ruidosa) y que son capaces de inventar y de ir a encontrar sus propios cómplices.
Neutralizar la lectura, controlar las comunidades
Si Spinoza decía que no sabemos qué puede un cuerpo, ahora podríamos decir también que no sabemos qué puede un lector. De ahí que el poder, desde siempre, haya inventado maneras de controlar tanto los cuerpos como los lectores. Las maneras como el poder neutraliza la lectura se pueden resumir, básicamente, en tres: por destrucción, por descuido y por codificación.
La destrucción del poder indomable de la lectura pasa por formas clásicas como la condena al analfabetismo, la censura, las listas de libros prohibidos, pero también a través de formas más sofisticadas, como la violencia mercantil que condena tantos libros a no existir, a no ser visibles o a desaparecer y tantos lectores a no poder acceder a ellos.
La distracción, en segundo lugar, es un mecanismo de neutralización de la lectura más imperceptible y subjetivo. ¿Cuánta gente siente hoy que, a pesar de desearlo, no puede leer? Leer se convierte en un lujo escaso, en una situación excepcional en competencia con muchas otras fuentes de estímulos: tv, nuevas tecnologías, actividades, etc. Pero no se trata de una competencia, solamente, sino de una guerra por el monopolio de la atención que pasa hoy por privilegiar la cultura de la interactividad. Si no se está activo y comunicado, no está pasando nada. Esto está clarísimo en la manera como nos solicitan los medios y las nuevas tecnologías, pero también en los nuevos métodos educativos, tanto en la escuela como, cada vez más, en la universidad. La cuestión es: tener la gente ocupada y activa para que no haga nada de imprevisto, mantenerla atenta, monopolizar sus focos de atención. La cuestión es, pues, no dejar a la gente en paz, para que no pueda pensar, para que no pueda irse, para que no pueda hacer suyas las noches ni sus lugares secretos.
Si los dos mecanismos anteriores son de impedir o dificultar la lectura, hay una tercera vía para neutralizar sus efectos indomables que es codificarla, codificar cómo leer. Entonces, la lectura misma es domesticada y se convierte, a su vez, en una poderosa herramienta de domesticación. Las maneras como esto sucede las conocemos muy bien:
1. Reconducir lectura al libro sagrado, a la transmisión de un dogma (religioso, científico, político), monopolizado por su corte de intérpretes (sacerdotes, academias, partidos, organizaciones …).
2. Presentar la lectura como el acceso al conocimiento de un corpus literario y el reconocimiento de un estatus social y cultural. Leer significa, entonces, ilustrarse. Así es como una determinada concepción de la cultura y de la educación han domesticado la lectura y su función social.
3. Encerrar la lectura en el ámbito especializado y rígidamente compartimentado de la literatura experta, convertida hoy en el todo de la vida académica, en el todo de lo que se enseña, se lee y se escribe hoy en las universidades. La vida académica queda así debidamente aislada, también, del contagio del poder indomable de la lectura.
4. Finalmente, la incorporación de la lectura a los productos de temporada, a las modas y a la venta rápida de mercancías para el consumo masivo. El libro se incorpora entonces al ritmo cada vez más vertiginoso del consumo, gregario y a la vez individualizado, de novedades que nos dan la pauta de lo que debemos leer en cada momento.
En los cuatro casos, una forma codificada de lectura sirve para gestionar y encerrar la experiencia que podemos hacer de la comunidad. La comunidad indomable de los lectores, de los que saben estar solos y encontrar sus propios cómplices, queda neutralizada entonces como comunidad religiosa o política; como comunidad cultural y de clase; como comunidad científica o, finalmente , como comunidad de los consumidores, unidos por el hecho de estar consumiendo los mismos productos al mismo tiempo. Son cuatro experiencias de la comunidad previsible y controlable, que dirigen la complicidad y neutralizan la soledad. Fomentar la lectura es, de alguna manera, intentar sabotearlas, hacerlas imposibles, vaciarlas, desencajarlas.
Algunos objetivos, algunos infinitivos
Quizás hoy no basta con dejar la luz encendida por las noches o con tener una habitación secreta. Sabemos que las hay, que siempre habrá luces encendidas por la noche y que la ciudad está llena de lugares secretos que alguien ha hecho suyos para ir a leer. Pero las fuerzas que se emplean hoy en la destrucción, distracción y codificación de la lectura son muchas y muy sofisticadas. La determinación personal e irreductible de los lectores necesita alianzas más fuertes. Quizás estamos en un momento en que necesitamos estrategias colectivas para poder estar solos, para poder hacernos dueños de nuestra soledad y poder, así, inventar nuestros cómplices. Desde aquí, tiene sentido defender una apuesta colectiva por la lectura y desarrollar estrategias situadas que nos hagan capaces de atravesar los intentos de destruirla, de distraerla y de codificarla. Para orientar de alguna manera estas estrategias, creo que debemos situar, al menos, cuatro objetivos imprescindibles.
1. Des-saturar. Éste debe ser el primer objetivo de toda apuesta que se proponga hacer posible la experiencia de la lectura. Des-saturar la atención (vaciar de actividad, de programación, de interacción); des-saturar los tiempos y los lugares (abrir espacios en blanco donde poder estar sin funcionar, ya sean bibliotecas, aulas o plazas okupadas a cielo abierto), y des-saturar, finalmente, la mente. Es decir, aprender a relacionarse con el no-saber, a hacerle lugar. Recordemos, es muy antiguo: no lee quien sabe, sino quien no sabe, por muchos conocimientos que tenga.
2. Interpelar. Contaba Kafka a su amigo Oskar Pollack en una carta que la lectura es un puñetazo que sacude el mar helado que llevamos dentro. Sea de manera dulce o violenta, la lectura sacude, calienta el frío, derrumba los muros de la indiferencia. Leer es dejarse tocar por aventuras que no hemos vivido, por amores que no hemos tenido, por ideas que nos asaltan y que nos desplazan, por presencias que hacen nuestra vida diferente. Esto es lo que, normalmente, no dejamos que nos pase, ni leyendo, ni viviendo con los otros. Desde las aulas, las bibliotecas o desde la amistad, tenemos que usar la lectura como una herramienta de interpelación y no como una fuente de reconocimiento, autocomplacencia o legitimación.
3. Compartir. Quizás éste es uno de los verbos que ha tenido más fortuna en los últimos tiempos. Núcleo de las prácticas cooperativistas, desde sus formas más clásicas hasta la influencia del actual movimiento por la cultura libre, compartir ha pasado a ser una de las actividades que irriga, con más fuerza la red 2.0, también en sus versiones comerciales y monopolistas. Pero, ¿basta con compartir para hacer comunidad? ¿Y en qué consiste compartir? Muchas de las realidades colectivas que se basan hoy en día en la práctica del compartir tienden a la creación de grupos autorreferentes: es decir, grupos que se reconocen en torno a unos gustos, productos o ideas muy determinados e intercambian lo que ya esperan y saben que les interesa. La experiencia de leer rompe precisamente la autorreferencia: la del que escribe, exponiéndose y dándose a no sabe quién, la del lector compartiendo y haciendo suyo este gesto. Antes lo decíamos: las complicidades del lector son incontrolables, por eso la lectura es una buena base desde donde llevar la práctica del compartir más allá de las identidades previsibles y de la autorreferencia. Compartir es cruzar mundos y referencias, contaminar expectativas, darse a quien no toca, cuando y donde no toca.
4. Cuidar y persistir … en los efectos causados por los tres anteriores. Para hacer posibles las comunidades indomables de lectores, para hacer sostenibles nuestra soledad y las complicidades que nacen con ella, no nos pueden valer los inventos de un día, los proyectos que sólo empiezan, la cultura de la innovación permanente. La aventura y la experimentación necesitan duración.
Una mañana cualquiera en una escuela de mi ciudad
Hace poco, una amiga me contó que en la escuela donde van sus hijas habían puesto en marcha una nueva medida pedagógica. Ante los malos resultados educativos de una escuela social y culturalmente complicada, y ante la impotencia a la hora de mejorar por la vía de los recursos y el apoyo institucional, los maestros habían decidido poner a todos los niños de la escuela a leer, todos a la vez, de 9 a 10 cada mañana, empezar el día, desde P3 hasta 6 º, leyendo. Me gusta pensar, por la mañana, cuando yo también estreno el día, en el gesto silencioso, o quizás no tanto, de todos estos niños y niñas leyendo juntos. Me gusta imaginar qué libros deben tener entre las manos. Pero todavía me gusta más no poder saberlo, no tener ni idea. Como no sé qué leía mi abuela en sus noches, o mi abuelo en su despachito secreto. Es este no-saber el desencaja los contornos de mi ciudad y la hace, a momentos, más respirable.
Traducción de “Lectura i comunitat” texto que recoge la intervención de Marina Garcés el pasado 6 de mayo en la Vª Jornada de Foment de la Lectura en El Prat del Llobregat